La Casa del lago


Lo que sigue fue escrito por Mike Royko, columnista estadounidense, como homenaje a su primera esposa, cuando ella falleció en 1979. Royko murió a principios de 1997, de un aneurisma cerebral. Tómenlo como un oasis antes del torbellino comicial de este domingo.
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Cuando empezaron a pasar los fines de semana en el apacible lago de Winconsin, eran jóvenes y pobres. Unos parientes de ella les prestaban una diminuta cabaña que había como a un kilómetro de la ribera, en un valle arbolado.

Como él trabajaba hasta muy tarde, a menudo no llegaban allí sino hasta después de la medianoche del viernes. Si no había mosquitos, iban a darse un chapuzón la luz de la luna y luego se sentaban a descansar al pie de un árbol y hablaban del futuro tomándose una copa de vino.

Un verano, él compró una vieja lancha de motor. Se aficionaron a pasear por el lago y, al mirar las casas que había junto a la orilla, se preguntaban cómo sería vivir en un sitio así. Él no hacía más que menear la cabeza; nunca podría darse el lujo de tenr una casa así.

Pasaron los años. Tuvieron hijos. Después de un tiempo ya no iban tan a menudo a la cabaña y, finalmente, los parientes de ella la vendieron.

Él prosperó entonces en el trabajo, y comenzó a ganar más de lo que había soñado jamás. Un día, al recordar aquellos fines de semana, volvieron al lago y compraron una casa de madera de cedro en la ribera. Estaba rodeada de altos y añosos árboles, y el terreno descendía suavemente hasta la orilla del agua. Era perfecta.

No sabían que los veranos podían ser tan deliciosos. Todos los día él se iba de pesca antes del alba, y ella dormía hasta que la despertaban los pájaros. Luego él volvía, preparaba el desayuno —tortillas de huevo— y lo tomaban en el muelle.

Llegaron a conocer a las ardillas y al pájaro carpintero que se adueñó del árbol más alto, y también al tendero, al carnicero, que ahumaba el tocino él mismo, y al granjero, que les vendía tomates que había dejado madurar en la planta.

La mejor parte del día era el ocaso. A ella le encantaba. Siempre se detenían a mirar cómo se ponía el sol, haciendo pasar el lago del azul al púrpura, luego al plateado y finalmente al negro. Una noche, él compuso un pequeño poema:

El sol cae
como una lágrima dorada.
Otro día,
otro día
se ha ido.

Ella le dijo que era triste, pero que le gustaba. Lo que no le gustaba era el mes de octubre, a pesar de sus hermosos colores y de las tardes frente a la chimenea. Prefería el verano. No era amiga del viento frío.

En noviembre guardaban la lancha, quitaban la hamaca, cerraban todo con llave y volvían a la ciudad. Ella siempre suspiraba a la hora de partir.

Cuando al fin llegaba la primavera y se enteraban de que ya no había hielo en el lago, regresaban. Ella abría puertas y ventanas de par en par para que entrara el aire fresco. Luego salía a saludar a las ardillas y a los pájaros carpinteros. Cada verano parecía mejor que el anterior, y los crepúsculos, más espectaculares, y más inapreciables.

Pero cierto fin de semana él fue solo a cerrar la casa para el invierno.

Se dio prisa para no pensar que ésa había sido la silla preferida de ella, que la hamaca se la había regalado ella a él una Navidad, que la casa del lago había sido un regalo de él para ella.

Sin embargo, no apresuró todo lo necesario. Aún estaba allí cuando se puso el sol. Fue un majestuoso estallido de anaranjados, como los que más le gustaban a ella.

Trató de contemplar el ocaso solo, pero no pudo. Se lo impidieron las lágrimas. Así que dio media vuelta, entró en la casa, corrió las cortinas, cerró la puerta con llave y se marchó.

Luego puso la cabaña en venta. Tal vez le agradaría a una pareja a la que le gustara mirar las puestas de sol en silencio. Él deseaba que así fuera.

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