Amor de madre
Nunca he sido muy paciente con los niños. Es un defecto que tengo. No soporto ver a un niño pequeño haciendo una pataleta. Si veo un chamín contestándole feo a su mamá, me provoca agarrarlo y torcerle el pescuezo. Y si oigo a un niño llorando, empiezo a desesperarme. Qué hace uno, mi paciencia es escasa con los niños. Ojo, me aguanto. Ni les grito, ni les pego ni nada; me calo mi procesión por dentro. Algo así me tuve que calar hace unos días, cuando estaba agarrando el metrobús para ir a mi trabajo. Una muchacha joven —no más de 25 años de edad— llevaba en brazos una niña que no tendría más de tres años. A medida que la cola para abordar el metrobús se acortaba, la niña lloraba más y más. Se movía desesperada en brazos de su mamá, que la mecía y le hablaba con suavidad mientras le sonreía. Yo iba justo detrás de ellas; el llanto de la niña me traía crispado y con el escroto bien fruncido. Volvía la cabeza a cualquier otro lado con tal de oír al menos 10 decibeles menos de llanto y gri